Articulos de España |
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Arturo Perez Reverte - todos los españoles
culpables |
Gracias a Arturo
Pere Reverte por decir en voz alta lo que muchos
piensan y no se atreven a decir. Unos por cobardia, otros
por que miran hacia otro lado y los mas repugnantes, esas
periodistas y periodistos que sabiendo que es una aberración
el Caso
Natalia se callan como putas por intereses personales
con el PP
de Valencia y con Francisco Camps. Sí,
me estoy refiriendo a vosotros, os reconozco, cada vez que
nos hemos hablado bajais la mirada, pero un dia os pondre
nombres y apellidos para vergüenza de vuestra familia.
Cada vez que esteis en una tertulia
en Intereconomia, en Canal 9 o en La Noria, recordar que
sois complices del silencio y colaboradores del desmadre
nacional .
Chivatos ejemplares - Tendemos, porque nos tranquiliza la conciencia,
a echarle la culpa de todo a la clase política, a los
empresarios, a los sindicatos, al clima, a la mala suerte y al
lucero del alba. Cogido aparte, cada uno de nosotros resulta
inocente como un cervatillo. Nadie es nunca responsable de nada.
Asombra la facilidad con que el ser humano se justifica, absolviéndose
a sí mismo de todo: las matanzas de armenios, los campos
de exterminio nazis, la Lubianka y los gulags soviéticos,
Paracuellos, los años del franquismo, el terrorismo de
ETA, las fosas comunes de Camboya, los burdeles de prisioneras
en Bosnia. Lo que se tercie. Luego resulta que nadie sabía
nada, que los ciudadanos honrados miraban hacia otro sitio. Y
todo acaban comiéndoselo los de siempre: el dictador,
el psicópata, el miliciano incontrolado, el falangista
rencoroso, el malvado Carabel que actuaba por su cuenta. Cuatro
gatos, en suma. Los demás estaban todos al margen. Estábamos.
Y cuando pasa la racha, todo cristo saca del bolsillo y exhibe
en público el certificado de buena conducta correspondiente,
y luego sale a la puerta de la oficina y de la tienda, muy serio,
a guardar el correspondiente minuto de silencio. Parece mentira,
decimos, mirándonos unos a otros con la limpia mirada
de la solidaridad fraterna a toro pasado, que siempre sale barata.
Qué malos eran. |
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Tendemos, porque nos tranquiliza la conciencia,
a echarle la culpa de todo a la clase política, a los
empresarios, a los sindicatos, al clima, a la mala suerte y
al lucero del alba. Cogido aparte, cada uno de nosotros resulta
inocente como un cervatillo. Nadie es nunca responsable de
nada. Asombra la facilidad con que el ser humano se justifica,
absolviéndose a sí mismo de todo: las matanzas
de armenios, los campos de exterminio nazis, la Lubianka y
los gulags soviéticos, Paracuellos, los años
del franquismo, el terrorismo de ETA, las fosas comunes de
Camboya, los burdeles de prisioneras en Bosnia. Lo que se tercie.
Luego resulta que nadie sabía nada, que los ciudadanos
honrados miraban hacia otro sitio. Y todo acaban comiéndoselo
los de siempre: el dictador, el psicópata, el miliciano
incontrolado, el falangista rencoroso, el malvado Carabel que
actuaba por su cuenta. Cuatro gatos, en suma. Los demás
estaban todos al margen. Estábamos. Y cuando pasa la
racha, todo cristo saca del bolsillo y exhibe en público
el certificado de buena conducta correspondiente, y luego sale
a la puerta de la oficina y de la tienda, muy serio, a guardar
el correspondiente minuto de silencio. Parece mentira, decimos,
mirándonos unos a otros con la limpia mirada de la solidaridad
fraterna a toro pasado, que siempre sale barata. Qué malos
eran. Pensaba hoy en eso, recordando una historieta de hace
cosa de un mes, que apareció fugazmente en la prensa
y de la que nadie ha vuelto a ocuparse después: la del
muchacho que asistía a una escuela de idiomas de Palma
de Mallorca, y que tomando café con sus compañeros,
fuera de clase, mostró su desacuerdo con la obligatoriedad
de hablar catalán para trabajar en la sanidad balear.
Al terminar el intercambio de opiniones, y tras dedicar al
chico el inevitable epíteto multiuso de fascista, varios
de sus compañeros fueron a denunciarlo a la profesora.
Que era francesa, pero estaba aclimatada de maravilla; muy
hecha, ya, al sitio donde se gana el jornal. Y ésta,
claro, lo expulsó del centro. Con el respaldo de la
dirección, por supuesto. «Se ha creado un mal
ambiente en el grupo», fue el punto final. Y hasta luego,
Lucas. |
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Arturo Perez Reverte
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Ahora díganme que no es lo mismo. Que
esos prometedores jóvenes que fueron a chivarse a la
profesora eran, o son, diferentes a los que, con carnet de
Falange Española Tradicionalista y de las JONS, obligatorio
para todos, refresquen esa memoria histórica,,
denunciaban hace setenta años al rojo de mierda que,
contumaz, se mostraba en desacuerdo con la obligatoriedad de
hablar español en vez de farfullar dialectos separatistas
financiados por Moscú. Díganme también,
de paso, si la mayor responsabilidad de que a ese chico lo
expulsaran la tienen la profesora y la dirección del
centro, esbirros, a fin de cuentas, de un sistema que
les da de comer, o la tienen los jóvenes compañeros
que, a los veinte años, ya son capaces de actuar como
ciudadanos ejemplares, dispuestos a limpiar la patria y el
idioma de indeseables. Dirían algunos de ustedes, quizás,
que no podemos elevar esto a otras categorías, comparando
la actitud de esos muchachos con la de los ciudadanos alemanes
que, en sus buenos tiempos del cuplé, denunciaban al
vecino comunista o judío; o con la de los millones de
delatores vocacionales o circunstanciales que, durante siglos,
en España y fuera de ella, abastecieron las hogueras
inquisitoriales, los paredones y cunetas de carretera, las
cárceles y los innumerables caminos del exilio. Pero
en mi opinión se trata del mismo reflejo infame: fundirse
con el entorno que permite sobrevivir marcando el paso que
toca. Eso, aplicando el beneficio de la duda. Porque hay otra
lectura menos piadosa: ciertos
gobiernos, determinadas convenciones sociales, tal o cual político
o empresario, la profesora de la escuela de idiomas y los alumnos mismos,
allí como en otros lugares, no son sino manifestaciones concretas,
cristalizaciones perversas de lo que deseamos tener y lo que, en consecuencia,
tenemos. Con nuestro voto y aplauso, y también con el silencio de
los borregos, que no siempre es imbécil o cobarde, sino también
cómplice. Ellos encarnan nuestros deseos. Nuestra turbia alma. Dicen
lo que queremos escuchar y permiten hacer lo que anhelamos. Nos comen la
oreja, y por eso están ahí. Por eso triunfan. Por eso duran
tanto. Son nuestro infame retrato. Después, cuando la Historia pasa
factura, tomamos distancia y negamos ser los que están en la foto,
saludando alborozados puño alzado o brazo en alto, según
la época, cantando a coro lo que toque. Llorando emocionados cuando
pasa Fernando
VII, llenándole a Franco la plaza de Oriente, pagándole
el chiquito y la tapa a Iñaki de Juana Chaos, aplaudiendo al sinvergüenza
del Cachuli en un plató de televisión, o lo que sea. Hay
que ver, decimos, qué malos eran los malos, y qué tontos
eran los tontos. Palabra oportuna, ésa: eran. Bálsamo de
Fierabrás. Cómo nos gusta conjugar la cochina tercera persona
del plural.
Tan responsables son los politicos
como los periodistas que omiten la información o la masa
borreguera que mira hacia otro lado.
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